El cuento
de la isla desconocida, de José Saramago (Fragmento)
Un hombre
llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas
más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo
el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios
que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de
las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear
de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso,
impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué
rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a
ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara.
Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al
tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así
hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar,
entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué
quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que
pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el
requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey.
Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y
ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando
pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado
será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero,
sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí
o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.
Sin
embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron
así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta,
Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos,
un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar
con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los
obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí
hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y
se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque
hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía
un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la
pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de
donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra
persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A
primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto
que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más
tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios.
A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas
públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo,
aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas
y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos
narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios
fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta
de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado
a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la
puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un
poco.